O ictus do porquiño

porcoFrancisco Ant. Vidal Blanco. A primeira sorpresa que levou Elvira cando lle foi botar a galdrumada á manxadoira foi que o cocho non veu correndo a devorar o almorzo como era costume todas as mañás. Daquela entrou no cortello a puxar nel por ver que lle pasaba e acabou conseguindo que o animal se erguese, pero non andaba ben, andaba de lado, como se as patas dereitas non lle respondesen, e daquela chamou ó veterinario. O diagnóstico foi moi claro, o cocho tivera un ictus; e entón, a pesar da gravidade do asunto, non faltaron os insensibles e mesquiños sorrisos nalgún dos presentes e algún chiste sen graza, que con tanta graxa, con tanto colesterol, o raro sería non telo. Pero para Elvira non era ningunha brincadeira. O animal aínda era noviño. Só pesaba cincuenta quilos. E o veterinario concluíu que aquilo xa era cousa da familia, atendelo o mellor posible ata que morrese, que, pola súa experiencia, sería en poucos días, ou acelerar o proceso para que deixase de sufrir.

Empezaron as divisións de opinións, pois se para uns unha eutanasia era o mellor, para Elvira a morte daquel animal era unha inxustiza do destino, contraria ós designios da Providencia, polo que ela prefería coidalo e tratar de alivialo ata que Deus quixese. Pero o seu marido non. Coidar a aquel porco era unha perda de tempo. El prefería cravarlle o coitelo e evitarlle o sufrimento dunha agonía, dicía, á fin só era un cocho destinado a pasar, antes ou despois, polo banco do matachín.

Finalmente impúxose a opinión de Elvira, que aínda que fose un cocho, aquilo non era o que se agardaba del: morrer tan noviño e de enfermidade, cando o seu destino debería ser o de comer e engordar ata os douscentos quilos e gozando de toda a saúde do mundo. E nesta discusión sobre os sentimentos dentro do entorno familiar, o veterinario non tiña nada que dicir. Será o que os da casa decidan, e os da casa decidiron o que Elvira mande.

E cada día, a Elvira, convertida en enfermeira, dáballe de comer practicamente na boca, consultou con entendidos en herbas e remedios o uso de determinadas plantas e cambioulle o estrume da corte por un leito de palla nova, pero o cocho seguía sen erguerse, e cando o facía andaba coma un borracho, sempre de lado. Daba dous pasos e caía.

Elvira non se daba por vencida, e aínda lle foi poñer unhas velas ó santo Antón o Lacoeiro, ó avogoso dos animais, o do 17 de xaneiro, aquel a quen se lle pide forza naquel sitio como ó porco no fociño. Porque Elvira, cando un problema non se arranxa doadamente, bota man do que sexa e de quen sexa «que xa polos santos ou polo demo, ora por nobis» ?di ela textualmente.

E foi que o porco de súpeto, unha mañá ergueuse e foi el só á manxadoira, e Elvira viuno e chamou a todos para que visen o milagre do santo Antón, o milagre que outros achacaron ás herbas que o vello Gumersindo lle mandou mercar na para-farmacia de Coristanco, propiedade dun seu neto que non aprobou as oposicións a farmacéutico, ou ó mal diagnóstico daquel veterinario que todo o amaña cunha inxección de pentotal sódico, e que agora culpa a santo Antón de ter que pechar o consultorio: «A ese santo fáltalle humanidade».

Iso si, o cocho xa vai nos cento cincuenta quilos. Cincuenta quiliños máis e na casa fan festa.

3 comentarios en “O ictus do porquiño

  1. La historia del cerdito me trae al recuerdo otra historia similar, aunque en este caso no hay veterinario que quede en evidencia:
    Todavía era yo una niña. Al lado de la vivienda de mi abuela había una pequeña huerta con un gallinero en el que, al atardecer, se recogían unas15 ó 20 gallinas…, y un gallo. Durante el día andaban sueltas por la huerta (o sueltos, según se mire).
    Aquella mañana faltaba una gallina. Nos dimos cuenta porque era la única que tenía el cuello desplumado (es de suponer que la favorita del gallo).
    Al ver que la gallina no daba señales de vida, mi abuela se asomó al gallinero y encontró al pobre animal tumbado en el suelo, más muerto que vivo y con el pescuezo muy hinchado.
    Al divulgarse la voz sobre el estado de la gallina, salieron todas las alumnas del taller de costura de mi madre y rodearon a mi abuela, la cual sostenía a la gallina en sus brazos sin saber que partido tomar, aunque más bien era partidaria de rematarla con un suave y rápido corte en el cuello para que dejase de sufrir.
    Entre las alumnas de mi madre había una muchachita, menuda y vivaracha, hija de labradores de A Magdanela (no sé si se escribe así en gallego) que, al escuchar las intenciones de mi abuela, se opuso rotundamente diciendo que ella se hacía cargo de la gallina.
    Acto seguido pidió que se le proporcionasen: una aguja de coser más bien fina (o dos, por si había necesidad de reemplazo), una hoja de afeitar, unas tijeras bien afiladas, agua hirviendo para desinfectar el material -aunque, dada la urgencia del caso, era preferible prescindir de este requisito-, y un poco de hilo blanco. Tal vez hubiese pedido algún desinfectante, pero de eso no me acuerdo.
    Con el material a punto, se sentó en una silla, se subió un poco la falda, sujetó las patas de la gallina con los muslos (más cómodo hubiese sido si la moda de vestir pantalones las mujeres estuviese implantada) y comenzó a abrir el buche con un corte más limpio que el del mejor cirujano –teniendo en cuenta que, dadas las prisas, no se encontraron hojas de afeitar- mientras una compañera de las más audaces le ayudaba a sujetar la gallina.
    Abierto el buche, entre el arsenal de alimento acumulado, la improvisada cirujana se encontró con una aguja de respetable tamaño que atravesaba el esófago de la gallina hasta incrustarse probablemente en la molleja, dado el tamaño de la aguja y lo agarrada que estaba.
    Una vez vaciado el buche y extraída la aguja, la operadora se aplicó a suturar la piel, labor que realizó con la pericia y meticulosidad propias del más avezado cirujano…
    Pero entonces si que fueron necesarias varias manos para asir con fuerza al animal, porque, una vez liberado de lo que obstruía su aparato digestivo, trataba de zafarse, a picotazo limpio de las manos que la sujetaban.
    A pesar de las protestas de la gallina, la cirujana acabó con éxito su labor. Prueba de ello es que, nada más desasirse de sus aprehensoras, salió rauda a reunirse con sus compañeras de corral, al tiempo que engullía todo lo que encontraba a su paso.
    Como decimos en Galicia: “ Está para outra”
    Saludiña para todos.

  2. Eran las ocho menos diez cuando me disponía a entrar en la lavandería del hotel donde trabajaba cuando me percaté de que la puerta estaba abierta. Me dirigí al recepcionista para preguntar quién lo había hecho ( yo era quien la abría cada mañana) y sonriendo me dijo que abajo me esperaba una sorpresa. !Vaya si lo fue ¡ allí en el sótano me encontré con una cabrita que no contaba con un mes de vida. La cocinera del hotel la había encontrado perdida en el hermoso valle de Incles. Desde aquel día, Mica – así la llamé- no se separó de mi lado, cada tres horas ,yo iba a la cocina a prepararle los biberones y cada paso que yo daba, ella me seguía por toda la lavandería. Se subía a donde estaba la secadora, me acompañaba junto a la gran lavadora industrial, se sentaba a mi lado cuando planchaba y tanto llegué a quererla que el día de la semana que yo libraba, llamaba varias veces al hotel para que no se olvidasen de darle de comer. La Mica creció. Y un día volví a encontrar la puerta abierta y un mal presagio se apoderó de mí. Bajé corriendo las escaleras y allí estaba el dueño del hotel acompañado de otro señor. Este último estaba atando las patas de la Mica a un palo y aquél bruto subió la cabrita al hombro. Yo corrí a sostenerla para que sus patitas no cargasen con todo el peso de su cuerpo. Mi Mica me miró de una manera tan triste Francisco, que nunca me olvidaré de aquella mirada suplicante. Ahora que han pasado tantos años, al contártelo se me llenan los ojos de lágrimas.
    Nunca más la vi. Elvira tuvo suerte con su cerdo. El dueño del hotel también porque seguramente se la pagó bien el matarife. Yo me pasé muchos meses pensando en ella.
    Besiños Francisco

Deixa unha resposta

O teu enderezo electrónico non se publicará Os campos obrigatorios están marcados con *